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Penetrando en esa «gracia», en la calidad y cantidad de tal gracia, la Iglesia presintió y descubrió que era incompatible con toda sombra presente o pasada de pecado.
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Ha sido la mirada limpia y enamorada de los hijos la que ha leído en esos renglones inspirados de San Lucas la inmaculada pureza de su Madre: La única criatura, a los ojos de Dios, «llena siempre de gracia».
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Pero hubo hombres insignes en la Iglesia que dudaron en aceptar la Inmaculada Concepción. ¿Por qué?
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Porque no veían cómo podía compaginarse con el dogma cierto de la Redención Universal por parte de Cristo.
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Cristo había redimido a todos los hombres. Y no veían cómo María podría haber sido redimida, si no hubiera contraído previamente pecado alguno, ni siquiera el original.
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Y aquí aparece -como punto de especial interés- la infalibilidad receptiva de la Iglesia discente.
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Es lo que insinuamos al hablar del Pueblo de Dios, citando la Constitución Dogmática «Luz de las Naciones» del Concilio Vaticano II:
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«La totalidad de los fieles... no puede equivocarse cuando cree» (LG 12).
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Es decir que incluso los simples fieles, en su conjunto, son refractarios al error y en cambio sintonizan con la verdad.