MENSAJE DEL DÍA 15 DE MAYO DE 1984
EN PRADO NUEVO DE EL ESCORIAL (MADRID)
LA VIRGEN:
Hoy, hija mía, hago mi presencia porque para los humanos este mes es muy importante; pero no sólo este mes tenía que ser importante. Todos los meses del año y toda la vida soy vuestra Madre, hijos míos; no sólo en este mes. Pero yo complazco a los humanos porque sé que en este mes les agrada rezar, no todos, pero muchos de ellos, el santo Rosario.
Tú, hija mía, has sido muy poco astuta, muy poco astuta. Te lo avisé anticipadamente: que fueses astuta, porque muchos de los que tú ya sabes, hija mía —no quiero dar nombres, pero son astutos—... También tú tenías que haber sido astuta. Ya te dije, hija mía, que eran lobos, pero forrados con piel de cordero... (Luz Amparo llora amargamente y se lamenta al escuchar estas palabras). Pero no tengas miedo, hija mía, porque tu astucia no sirvió (las siguientes palabras son casi ininteligibles) como la de ellos.
Ahora vienen las pruebas gordas, hija mía; enfréntate a ellas. Ya te dije que no sería fácil, pues esto va a suceder... También te he dicho que te fueses a hablar con el Arzobispo, hija mía; directamente a él.
LUZ AMPARO:
A ver, ¿cómo iba yo allí correcto a hablar, si no me dejan? ¿Si no me dejan?...
LA VIRGEN:
Piensa que los que llevaron a Cristo a la Cruz, hija mía, fueron todos éstos. Que te he dicho que fueras astuta, hija mía... No creen, hija mía, no creen, muchos de ellos, en mi existencia. Por eso ahora vendrá la lucha...; pero ya lo has hecho, hija mía, y lo escrito, escrito está.
LUZ AMPARO:
Pero Tú... Tú, hazlo; haz algo Tú. Si yo he ido donde me habéis dicho...; has dicho que fuera, que fuese obediente; y yo he ido porque he obedecido.
LA VIRGEN:
La obediencia es muy importante, hija mía, pero la astucia también.
LUZ AMPARO:
Yo, yo lo he hecho todo; ellos serán los culpables. Yo he dicho que, si me decían que no viniese, que no venía. Pero, si Tú vienes aquí, yo vengo. Yo vengo, aunque lo he dicho: “Que no...”.
LA VIRGEN:
Tú piensa, hija mía, que ellos serán responsables. Yo me he manifestado en este lugar, y no hay nadie que pueda quitar el que yo me he manifestado en este lugar. Siempre, siempre este lugar será consagrado a mi Corazón, hija mía. Para que lo comprendas mejor: para mí, cada lugar en que he hecho mi presencia, es sagrado para mí, hija mía.
También te digo, hija
mía, que no pienses más en todas estas cosas; ya están hechas, hija mía. Nunca
hagas lo que Judas hizo, aunque después de matar a Cristo —porque fue él el que
lo mandó a la muerte—, quiso arrepentirse; pero ya estaba hecho
todo.
LUZ AMPARO:
Yo no sé qué he dicho
que estaba mal. ¿Qué he dicho que estaba mal? Porque yo he dicho a todo lo que
estaba bien.
LA VIRGEN:
Para ti está bien, hija
mía, todo lo que has dicho; pero ya te he dicho
que todos, todos no aman a mi Corazón. Y si no me manifiesto en este lugar, me
manifestaré en otro, hija mía. Pero este lugar es sagrado, porque han pisado mis
pies sobre este lugar. Piensa que, en otras ocasiones, también han quitado que
vayan a ver mis manifestaciones; pero no lo han podido conseguir, hija mía,
porque, si no es dentro, es fuera. Pero seguiré
manifestándome.
Piensa, hija mía, que a
lo largo de la Historia ha habido grandes santos; pues ha habido muy grandes
santos, y hoy, hija mía, precisamente hoy, es el día de uno de ellos. ¡Y cuántas
calumnias le levantaron, hija mía, mientras oraba y los ángeles de Dios hacían
sus trabajos y él iba a orar! Le calumniaban, hija mía. Por eso te digo que no
te ocupes mucho de las cosas terrenas; ocúpate de las cosas de Dios, hija
mía.
LUZ AMPARO:
¡Ay!, yo no he dicho
nunca que Tú eres más que Dios. Yo no he dicho nunca que Tú eres más que Dios.
Yo he dicho que Tú eres después de Dios. Primero Dios, y luego tu Hijo y Tú. Pero yo nunca he dicho que Dios era después de
todo, de tu Madre. Señor, Señor, Tú lo sabes también. ¡Ay, aaah!, ¡ay, Señor!, ¡ay, Señor! ¡Ay! ¡Ayyy, Señor! (Júbilo de Amparo por la presencia del
Señor).
EL SEÑOR:
Sí, hija mía; soy yo
también en este momento. Te advierto, hija mía, que has sido poco astuta. Pero
no sufras, hija mía. Peor para aquél que vaya con la astucia[1] por delante, hija mía. Pero los
humanos son crueles. No quiero nombrar los nombres que he dicho como mi Madre,
hija mía. (Se suceden varias exclamaciones de Luz
Amparo).
No tengas miedo, hija
mía; estando Dios contigo, ¿a quién puedes tener miedo?
LUZ AMPARO:
¡Ay!, ¿a quién? ¡A los
hombres! ¡Aaay...! Pero no a estos hombres. ¡Ay, aaay, aaay...! A éstos, no; son a
los otros que Tú sabes. ¡Ay, Señor! ¡Y que digan que no puede ser esto! ¡Aaay, aaay, aaay...!
EL SEÑOR:
Ésos son los hombres
los que dicen que no puede ser. Yo me manifiesto, como mi Madre, a quien quiero
y donde quiero. Me manifiesto a los humildes para confundir a los grandes
poderosos.
LUZ AMPARO:
¡Ay, Dios mío! ¡Aaay, aaay, aaah...!
EL SEÑOR:
Por eso te pido: no
tengas miedo, hija mía. Si está Dios con vosotros, ¿a quién podéis tener
miedo?
Sed firmes, hijos míos.
No dejéis de acudir a este lugar. Ya sabéis que este lugar está consagrado
porque los pies de mi santa Madre han pisado en este
lugar.
LUZ AMPARO:
¡Ay, ay! Si lo
prohíben, ¿qué hago? ¡Ay!, ¿qué hago si lo eligen que no?
¡Ay...!
EL SEÑOR:
Tú obedece, hija mía;
pero todos aquéllos que, de verdad, quieren la presencia de Dios y han acudido a
este lugar, que sean firmes, que sigan acudiendo a este lugar, que no se dejen
por la astucia del enemigo, que es cuando entonces verán que este lugar ha sido
sagrado, hija mía.
Esto mismo, hija mía,
esto que te está sucediendo a ti, sucedió a mis discípulos, hija mía. Los
perseguían, en cuanto hablaban de Cristo, los apedreaban, los tiraban, los
echaron al abismo de los leones... ¿Sabes quién me entregó, hija mía? Todos
éstos, todos éstos... (Palabras en lengua extraña).
LUZ AMPARO:
¿Ellos fueron? ¡Ayyy, ayyy...! ¡Ay, ellos fueron,
ellos todos...! (Palabras ininteligibles. Llora
desconsoladamente).
EL SEÑOR:
Sí, hija mía,...
(una palabra que no se entiende) ellos. Pero,
¿sabes, por qué? Porque querían ser más que Dios. Tampoco fueron todos, hija
mía; todos no fueron, pero muchos de ellos me entregaron a la
muerte.
LUZ AMPARO:
¡Ay, qué valor! ¡Ay,
ayyy! No me extraña que Tú sigas diciendo que vayan
todos ellos... ¡Aaay, que..., ay! ¡Ayyy!
EL SEÑOR:
No creen, hija mía, que
la ira de Dios es grande. Pues sí; está escrito, hija mía; lo que pasa que no
han leído ni los santos Evangelios, muchos de ellos, para ver que está escrito
que la ira de Dios es terrible. Aunque Dios es misericordioso, es su ira muy
grande, hija mía.
LUZ AMPARO:
¡Aaah! Pero, por lo menos, sálvanos a nosotros. ¡Ay!, aunque
yo te pido por ellos también; pero... es que ellos, si son así... ¡Ay!, pues no
se puede más ya por ellos pedir... ¡Aaay! ¡Claro!
¡Cómo viven!, ¿eh? ¡Aaah, claro! ¡Ay! Pero, ¿no puedo
decir los que son? ¿Ni siquiera decirlos? ¡Aaah...!
Pues, ¡vaya con lo... qué secretos que me estáis dando!
EL SEÑOR:
No, hija mía; no
podrías decirlo porque destruirías la Iglesia de mi... (Se ahoga la voz con
el llanto de Luz Amparo).
LUZ AMPARO:
Pero la Iglesia, ¿de
quién es la Iglesia? ¿La Iglesia es Tuya?... La Iglesia es de
Dios.
EL SEÑOR:
Ya te dije, hija mía,
que todos sois Iglesia; pero dentro de la Iglesia quiero templos vivos; no
quiero templos muertos. Y la mayoría de esos templos están muertos, hija
mía.
LUZ AMPARO:
¡Ay, pobrecitos!, pues,
si están muertos, Tú resucítalos... Pero que nosotros no nos condenemos, ¿eh?;
ya que hoy estás Tú también aquí. ¡Ay!, es que yo lo sentía dentro. Lo sentía
que ibas a venir aquí. ¡Ayyy!
¡Ay!
EL SEÑOR:
Fijaos en una tormenta.
Cuando una tormenta desparrama los rayos por toda la faz del mundo... Así será
la ira de Dios Padre; peor que una tormenta.
LUZ AMPARO:
Pues entonces, ¡vaya,
vaya! ¡Oooh, aaay! ¿Tan
grande es su ira? ¡Ay!, pero no nos tiene que dar miedo.
EL SEÑOR:
Al contrario, hijos
míos. Todos, todos aquéllos que cumpláis con los mandamientos de la Ley de Dios,
seréis salvados, hijos míos, porque ahí entra todo, todo lo que instituyó Dios
por medio de Moisés, hija mía.
LUZ AMPARO:
Bueno, pues entonces...
¿no te puedo ni tocar hoy? ¡Ay! ¡Ay!, pero, ¡déjame que te toque un poquito!
¡Ayyy! ¡Ay!, sólo el pie. Yo no quiero nada más que un
cachito de esto que llevas puesto, de la túnica. ¡Ayyy! ¡Huyyy! ¡Ayyy, ay! ¿Nos vas a bendecir Tú? ¡Ay!, ¿después? ¡Ayyy!, las dos bendiciones. Venga, ¡ay!,¡ay!
EL SEÑOR:
Sí, hija mía, todo este
Mes de Mayo serán las manifestaciones seguidas de mi amada
Madre.
LUZ AMPARO:
¿Tanto la quieres?
¡Oy!, pero, ¿es que los hijos quieren tanto a su
madre?
EL SEÑOR:
Todos los hijos, hija
mía, tendrían que respetar a sus padres, como yo respeté a los míos. Desde doce
años me fui al Templo a explicar la doctrina de Dios Padre. Mi padre adoptivo me
crió en un santo temor y en un amor al prójimo. Por eso os pido, hijos míos, que
criéis a vuestros hijos con ese santo temor... Ya lo pone en un mandamiento:
“Honrarás a tu padre y a tu madre”. Y ¡ay de aquél que no honre a su padre y a
su madre! Como Él dijo, también será castigado, como el padre ha castigado al
hijo.
LUZ AMPARO:
¿Y el padre que no
quiere a los hijos? ¿Qué le pasará? ¡Aaay! ¡Aaay!... Yo los quiero mucho; pero, a veces, también soy
soberbia con ellos. Pero, ¿sabes por qué? Porque quiero que sean buenos y que
cumplan con todo. Pero yo los quiero, ¿eh?... (Llora). Lo que pasa...
¡Anda que seguirte a Ti!, es duro, ¿eh?...
EL SEÑOR:
Seguirme a mí es duro,
hija mía, pero no pensáis que para mí fue duro también lo que escogió mi Padre
para salvaros: ¡la muerte! Y esa muerte de cruz no fue una muerte, una muerte
placentera, hija mía. Yo lo llevé con humildad hasta la muerte, pero ¡qué dolor
sintió mi Corazón en la Cruz muriendo y viendo que los hombres seguían
pecando..., seguían pecando, hija mía!
LUZ
AMPARO:
¡Ay!..., ¡ay!... Pero
no me has contestado a lo de los padres que no quieren a los hijos. ¿Qué les
pasará, eh?
EL
SEÑOR:
Pues lo mismo que a los
hijos que no quieren a los padres. Será el mismo castigo.
LUZ
AMPARO:
¡Ay! ¡Ay! ¿Tú qué
crees, que yo me voy a salvar? ¡Ay!, porque, ¡si no me salvo!...
¡Vamos!
EL
SEÑOR:
Te lo dijo mi Madre:
hasta el final nadie, nadie puede decir que está salvado. Y aunque yo supiese
que tu alma está salvada, tampoco te lo diría, hija mía.
LUZ
AMPARO:
Pues, ¡vaya!, ¡anda!,
¿eh?; así yo, aunque me lo dijeras, seguiría igual.
EL
SEÑOR:
No, no seguirías igual.
Entonces el enemigo se apoderaría de ti, hija mía.
LUZ
AMPARO:
¡Aaay...! ¡Ay, ay, ay...! Venga ya, danos la bendición a
todos.
EL
SEÑOR:
Os bendigo, como el
Padre os bendice por medio de mí y con el Espíritu Santo.
LUZ
AMPARO:
¡Aaay...!, pero esa bendición no es
igual.
EL
SEÑOR:
Esa bendición es la
bendición de mi cruz, porque mi cruz fue en esta forma, hija mía.
Señálala.
LUZ
AMPARO:
Así y así y así.
(Hace con la mano un signo semejante a una “Y” griega). ¡Ay!, pero la otra
cruz no es igual[2]. ¡Ay!, pero lo tenemos que hacer
todo lo que digan, ¿eh?
EL
SEÑOR:
Claro, hija mía, porque
dijo Cristo: “Lo que atareis en la Tierra será atado en el Cielo; lo que
desatareis en la Tierra será desatado en el Cielo”. Por eso cumplid con mi
Iglesia, hijos míos; santificad las fiestas, dedicad el séptimo día a mí, hija
mía. No sólo a mí, porque si lo dedicáis a mí, lo dedicáis a mi Padre, y también
honráis a mi Madre.
LUZ
AMPARO:
¡Ay!, ¿ya te vas? Pero
acompaña a tu Madre, ¡oh!, no la dejes ahí. ¡Aaay!
EL
SEÑOR:
Yo me voy, hija mía,
porque sigo preparando las moradas de mi Padre Celestial. Todavía faltan muchas
que preparar.
LUZ
AMPARO:
O sea, ¿que hay muchas
más? ¡Ay, ay..., ay! ¡Ayyy...!
LA
VIRGEN:
Hija mía, ¡qué día más
importante!; aunque parece que es un día como otro cualquiera. ¡Se ha
manifestado mi Hijo!
LUZ
AMPARO:
Pero, ¡cómo vienes!
¡Ay, qué alegría!... ¡Ay!, ¡que digan que no puede ser!... ¡Vamos! ¡Ay!, que me
digan que si lo veo dentro..., que si no es así... ¡Vamos! ¡Si es que lo he
tocado! Y si ya lo he tocado más de una vez... ¡Ay!, pues, aunque me metan en un
manicomio, yo digo que lo he tocado, y lo he tocado.
LA
VIRGEN:
Claro, hija mía; tienes
que ser fuerte. Y piensa que aquél que niega a Cristo en la Tierra, le negarán
delante del Padre los ángeles celestiales.
LUZ
AMPARO:
Por eso te digo que,
aunque me maten, aquí me estoy; pero yo no digo que no.
¡Ay!, ¡ay!, ¡qué grande
eres, Madre mía! ¡Y no poder estar aquí para siempre! ¡Vamos! ¡Ay!, ¡ay!, ¡ay!
Yo te he pedido que antes de que yo ofenda ninguna cosa de Dios y que la niegue,
que me lleves. Llévame, para que no niegue las cosas que he visto, que no las
niegue. Llévame antes. ¡Ay...!, porque, ¿qué sé yo lo que están
haciendo?
LA
VIRGEN:
Aquí empiezan las
pruebas, hija mía. Es el principio.
LUZ
AMPARO:
Pero yo te digo que si
ves que yo me pongo un poco... me llevas, ¿eh? No, que no tengo miedo a nada, ya
lo sé; pero si tú estuvieras delante..., ¡verías!
LA
VIRGEN:
Estoy delante de todos
los humanos, hija mía. Y en todos los lugares del mundo al mismo tiempo. Es
difícil creer este misterio, como otros tantos misterios que hay en el Cielo,
hija mía; pero procurad alcanzar el Cielo, y se os revelarán los secretos que
hay, hija mía...
(Luz Amparo expresa
satisfacción y gozo).
Levantad todos los
objetos, hijos míos... Todos han sido bendecidos, hija
mía.
¡Cuántas gracias
derrama mi Corazón, y qué poco caso hacen a estas gracias que mi Corazón
derrama!
Humíllate, hija mía;
que el que se humilla será ensalzado; y el que se ensalza será
humillado.
LUZ
AMPARO:
¡Ay!, son todos
iguales. Tienen la misma cara todos. ¡Ay! En ese lado,
¡ay, qué caras!... Y, ¿por qué son todas iguales, todas esas caras de esos
ángeles? Pero tienen la misma cara. ¡Huyyy!
LA
VIRGEN:
Porque para Dios no hay nada imposible, hija mía. Dios, lo mismo que formó al hombre, puede hacer las cosas que quiera, hija mía.
Os bendigo, hijos míos, como el Padre os bendice por medio del Hijo y con el Espíritu Santo.
Adiós, hijos míos,
¡adiós!
[1] Hay dos tipos de astucia: una buena y otra
mala; la primera es la de quien se muestra hábil para evitar el engaño; ésta le
pide el Señor a Luz Amparo al advertirle que ha “sido poco astuta”; se trata de
la sagacidad evangélica. La otra es practicada por los que se las ingenian para
engañar o lograr artificiosamente cualquier fin; por eso, dice a continuación:
“Peor para aquél que
vaya con la astucia por delante”.
[2] En este
punto se corta la grabación de
audio utilizada. Las líneas siguientes en cursiva se han trascrito del
o.c., nº 3, pp.
315-317.