MENSAJE DEL DÍA 15 DE AGOSTO DE 1986, LA ASUNCIÓN
DE LA VIRGEN MARÍA,
EN PRADO NUEVO DE EL ESCORIAL
(MADRID)
LA
VIRGEN:
Hija mía, quiero que
participes hoy de alguna parte del tránsito de mi vida terrestre a la del Cielo,
hija mía. Primero mi alma y todo mi cuerpo.
Cuando Dios mi Creador
mandó a un cortesano para comunicarme que iba a ser Madre del Verbo Humanado,
mis entrañas se estremecieron de gozo en ese mismo
instante.
Luego, hija mía, cuando
nació el Verbo y lo tuve en mis brazos, también sentí un gran gozo; esta
criatura no era digna de ser Madre de Dios mi Creador, pero mi cuerpo se
estremeció de una gran alegría. Pero luego, el dolor atravesó mi Corazón de
parte a parte por una espada.
Cuando el Niño iba
creciendo y acariciaba sus manitas, veía sus clavos en ellas y sus manos
manchadas de sangre; esa Víctima inocente... Cuando acariciaba sus cabellos
rubios como el oro, hija mía, entre mis dedos tocaba las espinas que un día iban
a punzar su cabeza. Esa cabecita tan pequeña sería bañada en sangre por los
pecados de los hombres. Cuando le veía que venía con sus bracitos abiertos a
abrazar a su Madre, veía sobre ellos la Cruz que atravesaría sus manos de parte
a parte. Cuando acariciaba sus pies, veía los clavos atravesados de un lado a
otro.
Mi Corazón sufrió mucho
tiempo, hija mía, porque vio, desde Niño, la amargura que iba a pasar mi Hijo.
Luego, cuando iba creciendo, veía su rostro tan bello —esa belleza no era de
este mundo—... Veía sus grandes ojos y ese rostro tan divino, lleno de
hermosura, cómo iba a quedar desfigurado por la maldad de los hombres, hija mía.
Todo esto lo sufrió mi Corazón.
Luego, cuando mi Hijo
iba creciendo, le acompañaba en sus predicaciones y mi Corazón rebosaba de gozo,
hija mía. Pero esa espada seguía clavada dentro de mi Corazón. Y el dolor más
grande fue cuando me quedé en este destierro tanto tiempo sola, en silencio,
para reparar los pecados que los hombres cometerían a la Iglesia de mi Hijo; y
quedé aquí para dar testimonio de esa Iglesia; porque mi Hijo la hizo santa,
pero los hombres la han “desartificiado”[1], ¡con la santidad que
tenía!...
Luego, cuando llegó mi
hora, después de mucho tiempo de dolor y de silencio, recogimiento y de
reparación de los pecados de las almas, sentí este gran gozo de ser mi alma
transportada al Cielo. Dios, mi Creador, me hizo ver este momento feliz que vas
a ver, hija mía.
LUZ
AMPARO:
Veo a la Virgen orando
en una cosa cuadrada de madera, de rodillas; está orando por los pecados de la
Humanidad. Dice que su hora se acerca, que sólo faltan tres días. Llama a los
ángeles que la acompañan y les dice: “Id a Roma y avisad a Pedro. Que también
venga Pablo y vengan todos los Apóstoles. Comunícales que su Madre y Reina va a
dejar este mundo. Ha llegado la hora”...
Dice: “Gracias, Dios,
mi Creador, que me vas a hacer participar de tu gloria”.
¡Ay, cuántos llegan!
¡Ay!, Pedro, Pablo, Juan también, Santiago —¿es él?—, Andrés, él es. Ése, ¿cuál
es? Manuel, otro... ¡Ay, cuántos llegan! ¿Quién son todos ésos? ¡Ah!, son
discípulos. Los llama Pedro. ¿Qué va a hacer? Y les dice a todos... —¡huy,
cuántos!—: “Sentaos, hermanos míos; tengo que daros una dura noticia; muchos no
lo sabéis. Me ha comunicado un cortesano que María, nuestra Madre, nos va a
dejar. Siento un gran dolor dentro de mi corazón. Siempre nos ha protegido y nos
ha guiado. Ha sido nuestra Madre y nuestra Reina y nuestro refugio aquí, en la
Tierra”. Está llorando; todos lloran... “No sé si podré seguir dándoos la
noticia, hermanos míos; la garganta se me hace...”. ¡Ay, pobrecito, cómo llora!
“¡Ah! Se me despedaza el corazón. Se nos va, ¡ay! Pero tenemos que ser fuertes.
¡Ay!, tú, Juan, vete y dedica todo tu tiempo a estar con Ella y prepara todo
para su tránsito”.
¡Cómo lloran,
pobrecitos! ¡Ay! Miran al Cielo y dicen: “Dios celestial...”. ¡Ay, los deja
solos! ¡Ayyy! Pedro dice: “Siempre estaremos con Ella. Esta amargura que siente
nuestro corazón —¡ay!—, un día se convertirá en felicidad estando cerca de Ella.
Tenéis que ser fuertes. Ya no tenemos una Madre que nos proteja y nos guíe y nos
aconseje; pero hay que seguir; y todos
daremos la vida por
Jesús. ¡Seremos fuertes!”.
Se van; bendice a
todos; se van llorando todos. Llegan ahí, a donde están esas mujeres de
ahí...
¡Ay! ¿Dónde estás,
pobrecita? (Se refiere a la Virgen). ¿Ya estás preparada?... ¡Ay! Está
ahí acostada en esa..., eso es un tarimón de ésos, igual que lo que había allí,
en mi pueblo. El tarimón ese... ¡Ay! Está acostada ahí. Pero, ¡qué guapa
estás!
¡Ay! Llegan todos y se
ponen ahí, a su alrededor. Inclinan la cabeza (Luz Amparo, de rodillas, imita
ese gesto e inclina la cabeza hasta el suelo). ¡Ay!, la saludan. Ella se
levanta. Pedro no quiere. “No os mováis, Señora”, le
dice.
¡Huy! ¿Qué va a hacer?
¡Pobrecita, si ya no puede!... No tiene fuerza. ¡Ay!, se pone de rodillas. Le
dice a Pedro: “Pedro, quiero seguir dando testimonio de la Iglesia hasta mi
último momento aquí, en la Tierra. Os repito, como os decía mi Hijo: seguid
predicando y amaos unos a otros”.
¡Ay, pobrecitos
todos!
(Prosigue la
Virgen). “Quiero
que uno por uno me deis vuestra bendición. He hecho en todo la voluntad de Dios
para dar testimonio de la Iglesia. He orado, he reparado los pecados de los
hombres. Pero, si algo hice mal, o algo malo hice con vosotros, os pido perdón;
dadme vuestra bendición. Tú, Pedro, tienes que ser fuerte. Sufrirás mucho. Tú
Pablo, también. Juan también; Andrés y Santiago y todos vosotros. Yo he sido una
buena Madre para todos; pero perdonad si alguna falta he cometido contra
vosotros”.
(Continúa Luz Amparo
emocionada pintando la escena). Le da Pedro la bendición. ¡Ay, pobrecito! ¡Ay,
los otros también! Uno por uno, todos, todos... ¡Ay, ay, pobrecita! Pero si Ella
no necesita tantas cosas...
“Os pido que se cumpla,
Pedro, mi última voluntad, la que pedí a mi Hijo: que mi cuerpo no sea tocado
por nadie. Sé que has mandado a Juan para que las doncellas entren y perfumen
todo mi cuerpo; pero mi última voluntad es que mi cuerpo no sea tocado por
nadie. Toda mi vida, nadie ha visto mi cuerpo. Sólo mi rostro, para ser
conocida, he dejado al descubierto. También te pido, Pedro: tengo dos túnicas de
gran valor regaladas por mi prima Isabel. Ruego las repartas a estas doncellas
que tan bien y tan humildemente han vivido conmigo durante toda su vida. También
os digo: perseverad en la caridad y perseverad en la
humildad”.
Todos lloran. Agachan
las cabezas y la saludan. ¡Ay, pobrecita! Se pone Ella sobre la tarima. Todos
agachan el rostro al suelo. Pedro dice: “Adiós, Reina y Señora de todo lo
creado. Madre nuestra, ruega ante Dios celestial que nos dé fuerzas para poder
amar hasta el fin de nuestra vida al Divino Redentor, a Dios nuestro Creador y a
Vos, Madre bendita. Que seamos fieles vasallos en la Tierra hasta los siglos de
los siglos”.
¡Oy!, ¿qué tiene en el
pecho? La Virgen tiene en el pecho una gran luz, como un sagrario, ahí... ¡Oy,
eso es!... ¡Ay!, ¿qué es eso?
“En la hora de mi
muerte doy testimonio de la Eucaristía. En este sagrario he conservado a mi Hijo
durante toda mi vida. He reparado las ofensas que han hecho los seres humanos y
los sacrilegios que han cometido con este divino Cuerpo”.
¡Oy, está ahí en el
centro! ¡Ay, viene a por Ti! ¡Sale de ahí el Señor! ¡Ay, ay, ay, qué cosas!...
¡Ay, y sale de ahí! ¡Ay!
“He llevado conmigo,
durante toda mi vida, este tabernáculo sagrado”.
¡Ay, ay! ¡Huy, qué luz
tiene! ¡Huy, qué guapa estás! ¡Ay, ahí estás Tú también! ¡Oy!, viene a
transportar a su Madre, ¿también? ¿Quién viene también ahí? ¿Todos? ¡Ay, ésa es
la madre de la Virgen!, ¿también? Y su padre. ¡Huy!, todos los que nac... ¡Huy!,
los que se murieron antes. Están todos ahí juntos. ¡Huyyy! Todos van a
acompañarla, ¡todos! Ya se ha dormido. ¡Oy, pobrecita! ¡Ay, ay, no la toquéis,
porque no quiere! (Luz Amparo
—según comentario posterior— intenta desdoblar un pliegue del manto de la Virgen
y nota que la ropa está rígida. En las imágenes se ve claro el ademán de Amparo,
la cual expresa su extrañeza). ¡Ay! Pero, ¿cómo tiene esto
así? ¡Está pegado! ¡Uh!...; ¡ay!, el traje está pegado a la tabla, ¡ay!, porque
nadie podrá tocar su cuerpo. ¡Huy!... ¡Ay, el Señor, pobrecito, va con Ella
también! Pues, si te has muerto antes, ¿cómo estás... todos ahí? ¡Puf, huyyy,
cuántos ángeles, cuántos, cuántos! ¡Buuuy!
¿A dónde la vais a
llevar ahora? ¡Ay, qué luz! Y ¡cómo cantan todos! Todos cantan. Le hacen una
reverencia con la cabeza hasta el suelo. Ya se la van a llevar. ¡Huy,
pobrecitos! ¡Pobrecita! ¿Dónde la lleváis? ¡Mira, qué día también, el Viernes
Santo!... ¿También se muere Ella? O ¿se duerme?... Y ¡qué calor! Hace el mismo
calor que cuando te —¡uh!—..., te estabas en la Cruz Tú. ¡Ay, Señor, qué grande
eres! ¿Dónde la vais a llevar?
“La llevaré con todos
mis cortesanos, todos los profetas, todos los mártires, todos los santos, Adán y
Eva..., al Valle de Josafat”.
¡Huy..., ay! ¡Ay!,
don..., ¿otra vez la...? Pues, si es igual que lo Tuyo la piedra esa. ¿Van a
meter ahí? ¡Uuuh!
“Por ser Madre de Dios,
resucitará igual que yo, al tercer día. Su alma será llevada al Paraíso y su
cuerpo permanecerá tres días en este mismo lugar”.
¡Huy..., bueno! Huy,
una se queda y otra se va. ¡Es el alma! ¡Huy, cómo es!... ¡Ay, qué luz!... ¡Ay,
sale una luz de ahí! ¡Ay!, ¿dónde la lleváis ya? Pues está ahí, está ahí. ¡Ay!,
ése es el espíritu, y ése es el cuerpo. ¡Bueno, qué lío! ¡Ay!, ¿dónde va a
entrar? ¡Qué voz se oye! Una voz —¡qué fuerte!— la llama: “Sube, hija mía, amada
mía, entra en el trono que hay preparado para Ti. Nadie ha pisado en este lugar.
Sólo tu planta virginal es la que pisará”.
¡Uf! ¡Hala, todos!...
¡Qué luces! Ahora la misma que ha subido baja, ¡huy..., se mete ahí dentro del
sepulcro! ¡Huy, cómo se mueve ese otro cuerpo! ¡Huyyy, qué cosas..., qué luz...,
huy, qué luz! ¡Ay, se la llevan ya!... ¡Ay, cómo sube con todos los ángeles! Se
vuelve a oír la voz: “Sube, María, hija mía. Ya has dejado ese destierro de
dolor y te sentarás en el trono como Emperatriz de Cielo y
Tierra”.
Ahora se oye otra voz, que es la del Verbo:
“Madre mía, ¡sube, sube!, que estamos esperando en el trono que tenemos
preparado para Ti. Gracias, Madre, por haberme alimentado y criado con tu leche
virginal. Serás casi igual a mí. Todos los títulos serán concedidos por las tres
Divinas Personas; por el Padre, por el Hijo, que soy el Verbo”. Y el Espíritu
Santo le dice: “Ven, Esposa mía, amada mía, paloma mía, ven, que serás coronada
y tendrás gran poder sobre el mundo y para salvar a la Humanidad. Tu planta
virginal aplastará al enemigo, y serás Reina de Cielo y
Tierra”.
¡Ay, ay, le ponen esa
corona!... ¡Ay, qué guapa estás!
“Pero nadie pisará este
lugar; ni aun los serafines ni los querubines. Está preparado sólo para
Ti”.
¡Ay, ay, qué grande es
eso! ¡Ay, ay! ¡Ayyy!... Vuelven a reverenciar los ángeles todos. ¡Ay,
ay!...
(Tras larga pausa interviene un ángel): “Reina y Señora, aquí estamos
postrados a tus plantas virginales. Somos vasallos tuyos; ordénanos, que haremos
cuanto nos ordenes”... (Luz Amparo expresa
admiración).
LA
VIRGEN:
Hijos míos, ¡qué
grandeza cuando me presenté ante estas tres divinas Personas! Sufrí mucho en la
Tierra, hijos míos, pero tened esperanzas, porque están las moradas preparadas.
Ya se lo dijo mi Hijo a los Apóstoles: “En la casa de mi Padre hay muchas
moradas”. Y en cualquier morada será una felicidad, hijos míos. Aprended a amar,
aprended a sufrir, aprended la humildad, la castidad... Veréis cómo un día
estaréis cerca de mí. Y tú, hija mía, sé muy humilde, muy humilde, para que un
día no muy lejano, puedas participar con nosotros de tu morada, que también está
preparada, hija mía.
LUZ
AMPARO:
¡Ay...! Pero, ¿cuánto?
¡Ay!, ¿cuándo? ¿Cuándo me vas a tener aquí? ¿Hasta cuándo? ¡Ay, yo no quiero ya
estar aquí, llévame!, ¡ay, llévame ahí, aunque sea en el otro sitio más allá!,
¡ay, llévame, llévame, yo no quiero estar aquí, yo no quiero! ¡Ay, ay,
ay!
LA
VIRGEN:
Todavía te queda un
poco de purificación, hija mía. No te abandones en la oración. Reza por los que
no rezan, hija mía, y haz penitencia por los que no lo hacen. Ama mucho a
nuestros Corazones y refúgiate en ellos, hija mía.
Levantad todos los
objetos; todos serán bendecidos con unas gracias
especiales...
Os bendigo, hijos míos,
como el Padre os bendice por medio del Hijo y con el Espíritu
Santo.
Adiós, hijos míos.
¡Adiós!...