(Meditaciones del P. Alfonso Torres)

LA MUERTE

Vamos a hacer ahora, como habrán sospechado, la meditación de la muerte, que se suele hacer después de la meditación del infierno. Y con objeto de que sea un poco más variada y tenga el carácter que vamos dando a estos Ejercicios, vamos a tomarla del santo Evangelio, y vamos a meditar la parábola que se llama del rico insensato. Vamos a leer esa parábola y después la comentaremos, proponiendo los puntos de la meditación.

Dice el Evangelio así: "Y les propuso una parábola, diciendo: De un hombre rico llevó la tierra abundante cosecha. Y razonaba consigo mismo, diciendo: «¿Qué haré, que no tengo dónde recoger mis frutos?» Y dijo: «Esto haré: derribaré mis graneros y los edificaré mayores, y recogeré allí todos los frutos que me han nacido y los bienes míos, y diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes repuestos para muchos años; descansa, come, bebe, date buena vida». Y le dijo a él Dios: «Insensato; esta noche te piden el alma tuya. Lo que has acopiado, ¿para quién será?» Y luego añade el Señor como una sentencia que pone al final de la parábola: Tal es el que para sí atesora y no se enriquece para con Dios (Lc 12,16-21).

Esta parábola tiene su ambiente; es decir, la enseñó Jesús en circunstancias determinadas, en un ambiente determinado, y puede ser útil que recordemos ese ambiente antes de empezar a hacer nuestra meditación.

Dice el Evangelio que se había presentado a Jesús un hombre, diciéndole: Maestro, di a mi hermano que parta conmigo la herencia (Lc 12,13). Era uno que traía sus pleitos temporales para que se los resolviera Jesús. Tenía la preocupación de su herencia. Quería que su hermano la partiera ya con él, y acudía al Señor para que intercediera y se acabaran de hacer esas particiones.

El Señor responde a esa petición: Hombre: ¿quién me ha constituido a mí juez o partidor sobre vosotros? (Lc 12,14). Esta no es mi misión: venir aquí a hacer de partidor de herencias. Y, a propósito de este hecho, propuso la parábola. Pero antes puso esta sentencia que van a oír: Catad y guardaos de toda codicia, porque no en el tener uno de sobra está la vida de él. Y a continuación propuso la parábola. Sin duda descubrió en aquel hombre que vino a hacerle la petición sobre las particiones la solicitud excesiva que tenía por las cosas temporales; solicitud que fácilmente entra, y quiso misericordiosamente librarlo de aquella esclavitud.

Tengan en cuenta que la solicitud excesiva por las cosas temporales puede ser de dos géneros; unas veces es la solicitud injusta del hombre que no perdona medio para enriquecerse aunque sea robando, y otras es la solicitud del que no hace ninguna cosa mala para enriquecerse, pero anda preocupado y solícito con atesorar bienes de este mundo, y tiene ocupado el corazón excesivamente en eso. Y este hombre, aunque no propone ninguna cosa excesiva en el sentido de injusta, claramente se ve que está dominado y esclavizado por este desorden, y el Señor le propuso esta parábola para quitársela.

Esto se ve todavía con más claridad por lo que sigue a la parábola, ya que después de ella el Señor comienza a decir lo que tantas veces hemos oído en el sermón de la Montaña: que no nos acongojemos por lo que hemos de comer y vestir, que la vida vale más que el sustento, y el cuerpo más que el vestido; que valemos, sin comparación, mucho más que las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni tienen graneros, y a las que Dios alimenta. Y así sigue discurriendo sobre todo eso, hasta terminar con aquella sentencia: Buscad primero el reino de Dios, y todas estas cosas se os darán por añadidura (Mt 6,25-34).

Quería el Señor que la voluntad profunda, de que hablábamos al principio de los Ejercicios, fuera la voluntad de encontrar a Dios, y todo lo demás fuera secundario. Y no sucediera lo contrario: que la voluntad profunda fueran las solicitudes de la vida presente, y el reino de Dios quedara en segundo término.

Este es el ambiente de la parábola, y, para remachar el clavo todavía más, el Señor, inmediatamente después, empieza a aconsejar que fueran generosos en renunciar a sus bienes, vendieran lo que tuvieren y dieran limosnas: Haceos bolsas que no se envejecen; tesoros en el cielo, que no se agotan, donde el ladrón no llega ni la polilla estraga. Porque donde está vuestro tesoro, allí está también vuestro corazón (Mt 6,19). Y en seguida avisó: Estad vigilantes, parecidos a hombres que aguardan a su amo cuando torne a casa de las bodas, para, en llegando y llamando, abrirle en seguida. Bienaventurados aquellos siervos a quienes el amo, llegado, encontrare despiertos. En verdad os digo que, recogiendo El su vestido, los sentará a la mesa y se pondrá a servirlos (Lc 12,36-37).

No hay duda, pues, que la parábola va enderezada a quitar el apego del corazón a las cosas de la vida presente y a que pongamos en las cosas eternas y en el reino de Dios eso que hemos llamado la voluntad profunda del alma.

Este es el ambiente de la parábola. Como ven, ese ambiente viene muy bien con la meditación de la muerte, porque en realidad la meditación de la muerte tiende a eso, a desprender nuestro corazón del apego a las cosas temporales, a las cosas de la vida presente, a suprimir la demasiada solicitud por esas cosas, y a ponerlo en las cosas de Dios, en el logro de la virtud, en la conquista del cielo; de tal manera que vivamos, como decía San Pablo en la epístola a los Filipenses, como ciudadanos del cielo, como peregrinos que, lejos de su patria, viven como conviene a los ciudadanos del cielo. Conversatio nostra in caelis est.

No hemos de vivir aquí más que como peregrinos. Estas consecuencia y convicción son las que debemos sacar de la meditación de la muerte. Es lo que llamaban los antiguos «el santo desengaño», que es valorar las cosas de la vida presente sin darles más valor que el que tienen, como cosas transitorias y secundarias, mientras que lo eterno y lo principal es lo que es del cielo y a él nos conduce. Valorar, pues, estas cosas conforme a su valor es la gran enseñanza que de esta meditación de la muerte se desprende.

Si con esta meditación que vamos a hacer ahora logramos tener más luz para sentir en nuestro corazón ese desengaño, hemos conseguido todo lo que tenemos que buscar.

No me gusta a mí que, cuando se medita la muerte, se contente uno con pensar que me puedo morir ahora, de repente, y si estaré en gracia de Dios o no. No siempre eso es bueno. Eso es bueno para una persona que vive en pecado mortal, y debe procurar ponerse en gracia de Dios. Pero, para quien procura vivir en gracia de Dios, no es tan bueno, porque produce un espíritu de terror o zozobra que daña. Nuestra meditación no ha de ser así. De lo que se trata en el caso presente es de que el corazón se ponga más en Dios y se desprenda bastante más de las cosas temporales, y ése es el fruto principal que debemos buscar, Valorar las cosas en lo que son y no poner nuestro corazón en lo secundario y perecedero, sino en Dios.

No crean que ésta es una cosa vaga, abstracta y poco práctica, porque, si bien se examinan, verán que todos tenemos puesto nuestro corazón en algo. Unos en pasarlo bien, vida tranquila y cómoda; otros, en no contrariarse en nada, en hacer sus gustos, en seguir sus caprichos; otros, en ser algo notable en medio de las personas con quienes viven; otros, en llevar adelante su voluntad e imponer su criterio personal. Todos tenemos puesto el corazón en algo que nos apasiona, e, influyendo en nuestra voluntad, termina por dominarnos. En eso está nuestro corazón, y no sería pequeño fruto el que nos desengañemos de todo eso y lo pongamos únicamente en Dios. Y éste es el fruto concreto que yo quisiera que sacaran. Esta puede ser la primera parte de la meditación, y, supuesto esto, podemos entrar en la consideración de la parábola.

La parábola es muy sencilla. Es uno de tantos hombres que viven solícitos por las cosas de la vida presente, por que no les falte nada en la vida presente. Tuvo la suerte de que Dios Nuestro Señor le dio un año una cosecha enorme, de tal manera que no le bastaban los graneros que tenía para recogerla. Tuvo que hacer otros graneros más grandes. Luego, cuando se vio con toda aquella cantidad de frutos de sus campos, pensó: Ahora podré estar tranquilo; puedo vivir sin preocupaciones y pasarlo bien y descansar. Y, cuando estaba en ese momento, una voz del cielo le avisó que aquella noche iba a morir, y que se iba a desvanecer toda esa felicidad que se había forjado viendo la abundancia de bienes que tenía.

Muchas cosas se pueden ofrecer a nuestra meditación en esta parábola, y entre éstas me parece ser la principal la siguiente: a este hombre a quien Dios dio todos esos bienes, no se le ocurrió más que pensar en sí, en que lo iba a pasar bien, en que podía vivir cómodamente, en que podía darse a todos los gustos, y por eso dijo a su alma: «Descansa, come, bebe y date buena vida». Y no se le ocurrió volver los ojos a Dios y pensar que todo aquello era puro beneficio que Dios le hacía, y, consiguientemente, agradecerlo para avivar y crecer en el amor de Dios. Ni se le ocurrió, como tantas veces sucede a muchos.

El Señor da a veces grandes bienes de fortuna, de salud, de posición, o da otra cosa cualquiera, y lo espontáneo es que veamos lo que aquello significa para nosotros. Significa para mí abundancia, gustos, comodidades, regalos. Desgraciadamente, no es frecuente que se vea ahí a Dios Nuestro Señor, que nos ha hecho esa misericordia. Con gratitud y con amor lo debíamos ver.

Además hay otra cosa. Este hombre recibe los bienes, y los recibe con un fin egoísta: para él no son más que medios para pasarlo bien. Y no piensa que pueden ser medios para otra cosa. Pongamos el caso de que este hombre hubiera sido San Francisco Javier, que un buen día el rey de Portugal le hubiera dicho: «Toma, ahí tienes unos cuantos millones para que dispongas de ellos». Estamos seguros que lo primero que se le hubiera ocurrido pensar a San Francisco Javier hubiera sido: ¡Cuántas obras de caridad puedo hacer; cuántas miserias puedo remediar; cuánto puedo ejercitar la virtud con este dinero; a cuántos puedo hacer felices! Y no se le hubiera ocurrido pensar: ¡Qué bien lo voy a pasar yo! Porque, como tenía un amor tan grande a la mortificación y a la pobreza, consideraba los bienes temporales como una cosa odiosa. Por esto andaba siempre luchando, por conservar su pobreza. Esto se le hubiera ocurrido a San Francisco Javier, pero no se le ocurrió a este hombre de la parábola. A éste, los medios materiales sólo le sirven para tener más regalo, más comodidad, para hacer más libremente su voluntad. No ve más que eso. Manera de ver que es muy frecuente; es decir, las cosas de la vida presente se ven con mucha frecuencia en función del yo; no en función de la gloria de Dios, no en función de la caridad con el prójimo, no en función del celo por el bien de los demás, sino en función del yo.

Para mí, ¿qué significa esto? Tal cosa. Y no se ve más. Claro, esto es muy propio de aquellos que viven engolfados en las cosas de esta vida: no alcanzan más que la utilidad que puedan tener para esta vida.

Fíjense en lo que hubiera significado para este hombre recibir sus bienes de esta otra manera: hubiera recibido sus bienes como una misericordia de Dios, con gratitud, creciendo en el amor de Dios; hubiera recibido sus bienes como instrumentos para ejercitar virtudes, esas virtudes que se ejercitan con los bienes temporales, y que no se vienen ejercitando de otro modo, como son las obras de misericordia. Si hubiera visto las cosas así, en lugar de verlas en función de sí mismo, y las hubiera visto en función de Dios, la muerte le hubiera sorprendido felizmente, porque le hubiera sorprendido cuando estaba buscando a Dios, amando a Dios y convirtiendo todo lo que poseía en gloria de Dios. Este hombre, en vez de reaccionar con temor, su alma se hubiera sentido invadida por la consolación. Iba a recoger el premio de las buenas obras que había hecho. Además, como su corazón estaba en Dios, no era para él ningún desengaño el que le quitaran las cosas de la vida presente. Hubiera recibido el aviso de la muerte con paz, confianza, alegría y amor. ¿De dónde viene la amargura de la muerte? La amargura de la muerte viene de que el corazón está muy prendido en las cosas de esta vida, y le cuesta desprenderse. Para este hombre debió de ser la muerte una cosa miserable, pues que le sorprendió cuando se encontraba delante de una vida de regalo, de comodidad, de caprichos, sin preocupaciones, sin cuidados, sin trabajos. Ver que se desvanece todo eso en lo que él tenía puesta toda su ilusión y su corazón. Debe de ser un desengaño terrible, y tanto más terrible debió de ser cuanto más tuviera manchada su conciencia de pecados. No puede ser menos, porque eso es vivir para algo que se me va, y se me va tanto en esta vida como en la otra. Porque con estos medios que Dios ha puesto en mis manos podía haberme asegurado el presente y lo eterno, convirtiendo los tesoros de este mundo en tesoros del cielo, ejercitando con ellos las virtudes, y la muerte me arrebata estos tesoros y éstos me arrebataron el cielo.

Este es, como ven, el sentido de la parábola. No es solamente el sentido de que la muerte viene, como suele, cuando menos se piensa, y que por eso tenemos que estar en todo momento en alarma; sino que además el sentido es que veamos el engaño de un hombre que tiene su corazón en las cosas de esta vida y no en las del cielo.

Aquí hay un equívoco que yo quisiera declarar. A ningún cristiano y a ninguna persona de buena conciencia, si se le pregunta dónde tiene su corazón puesto, nos dirá que lo tiene puesto en las cosas de este mundo, sino en las cosas de Dios, porque, reflexionando, ve que su corazón debe estar puesto en Dios y en los bienes eternos, y según eso habla. Pero hay que tener cuidado de mirar a ver si responde nuestro modo de vivir a nuestro modo de hablar; que, hablando muy correctamente, puede ser que mi corazón no anda tan correcto, y que de hecho, habiendo comprendido que debemos tener nuestro corazón puesto en los bienes del cielo, lo tengamos puesto en los de la tierra. De esto hemos de examinarnos para no engañarnos a nosotros mismos, y el examen se tiene que hacer de esta manera: a ver con qué facilidad sacrifico yo y renuncio a mis bienes espirituales y a ver con qué facilidad sacrifico o renuncio a los temporales. ¿Que encuentro que los espirituales los dejo caer sin que me duela, sin gran trabajo, y, en cambio, cualquier cosa que toca a la vida presente me subleva y me hace sufrir? Es mala señal. ¿Por qué me afano yo, dónde pongo yo mi empeño y mi trabajo? ¿Lo pongo en adquirir más virtudes, en adelantar en el bien, en santificarme, o realmente mi trabajo, mi preocupación interior, mi empeño, está puesto en prosperar en esta vida? Porque, si mi corazón está puesto en prosperar en esta vida, aunque yo hable correctamente, mi corazón no anda derecho. ¿Qué es lo que yo sacrifico antes, lo temporal o lo espiritual? ¿Soy de esas personas que, con pretextos temporales, andan siempre recortando lo espiritual y reduciéndolo y renunciando a ello? ¿O soy más bien de aquellas otras personas que salvan lo espiritual aunque tengan que soportar lo temporal?

Pues examinándose de este modo es como se ve en realidad dónde tengo yo puesto el corazón, y fácilmente nos persuadiremos que, por lo general, nuestro esfuerzo más está puesto en las cosas de esta vida que en las cosas eternas, y, si es así, desgraciadamente estamos fuera de camino y estamos haciendo algo que es dolorosísimo, que es perder lo que es más por ganar lo que es menos: sacrificar lo que vale infinitamente por lo que vale muy poco, perder bienes de eternidad por conseguir bienes temporales.

Este es el punto, digamos así, fundamental de la vida espiritual y el punto en que hay que dar la vuelta al corazón; una vuelta que cuesta trabajo dar, pero hay que darla. Hay que darle la vuelta al corazón, poniéndolo en Dios y no permitiéndole que tenga su descanso y su nido en las cosas de la vida presente. Este es el trabajo interior que hay que hacer.

La vida cristiana ya saben que se distingue de la vida farisaica en esto: en que esta última está compuesta de prácticas exteriores, pero el corazón, lo interior, en esa vida no cuenta. Dice el Señor: Si vuestra vida espiritual no es mejor que la de los fariseos, no conseguiréis nada delante de mi Padre.

La vida cristiana es la reforma del corazón. Como el corazón tiende a las cosas de la vida presente, hay que esforzarse por volverlo del revés y ponerlo en las cosas eternas. No es ésta una cosa sencilla que se logra con una consideración. Esta es una labor seria y dura que hay que emprender para lograr el éxito. Porque solamente con esa labor seria y dura es como se logra que el corazón en realidad se transforme. Claro que Dios Nuestro Señor ayuda muchísimo en esto, y, cuando uno se pone en este camino sencillamente, es decir, cuando voy a poner mi corazón en los bienes eternos, Dios ayuda, y a veces con gracias tan extraordinarias como las de San Francisco de Borja, a quien desengañó de una vez. Pero es menester que nosotros nos dispongamos a recibir esa luz trabajando y luchando.

Para mí, este aspecto de la parábola es muy principal; pero además conviene que hagamos otra consideración que lo completará, y es ésta: el Señor presenta aquí la parábola de modo que parece que este hombre se encuentra con una sorpresa: se presenta la muerte cuando menos la esperaba. Esta manera de proponer la parábola tiende a decirnos que no debemos perder el tiempo ni ser amigos de dilaciones en lo que toca a nuestro bien espiritual, sino que hemos de procurar que cuanto antes lleguemos a donde debemos; es decir, cuanto antes transformemos nuestro corazón. Esa idea se refuerza cuando el Señor dice a continuación que hemos de ser como el siervo vigilante, que está esperando que su señor llegue para abrir la puerta al momento, sin hacerle esperar, porque puede llegar cuando menos se piensa; y no ser como el siervo descuidado, que, o le hizo esperar mucho, o se encontró con la sorpresa de que se presentó cuando menos lo esperaba.

Este es un estímulo para que tengamos diligencia en el camino espiritual y no andemos dejando para mañana lo que podemos hacer hoy. Acortemos las etapas de ese camino y empecemos desde ahora. No se trata de hacer una de esas conversiones aparatosas que son como un estampido en el mundo. Eso, si Dios nos lo concede, bien. No es ésa nuestra conversión. Se trata de hacerlo de esta manera: que desde ahora, una vez que yo he visto esta verdad, yo incesantemente me he de poner al trabajo hasta lograr que el corazón esté de esta manera que Cristo quiere, y me he de valer del pensamiento de la muerte para lograrlo. Me acordaré de que la muerte puede llegar cuando menos lo pienso, para desprenderme del apego desordenado a las cosas terrenas; me acordaré de que todo esto he de dejar con la muerte, para sentir anhelos de eternidad; he de comparar los bienes de la vida presente con los bienes eternos, y así he de vivir más para éstos que para aquéllos; y esta labor la he de hacer un día, y otro día, y todo el tiempo que sea necesario hasta lograr que mi corazón esté cambiado y puesto en Dios; no sea un corazón de esos que accidentalmente se ponen en Dios cuando tiene una sacudida violenta -por ejemplo, en los Ejercicios-, pero luego vuelve a adormecerse en las cosas temporales; sino un corazón que ya habitualmente tenga esa voluntad fundamental de vivir para la eternidad en primer término, y todo lo demás dejarlo como secundario; un corazón que nunca sacrifique lo eterno a lo temporal, sino que siempre esté dispuesto a sacrificar las cosas de la vida presente antes que abandonar los bienes espirituales, posponiéndolos a los del cielo.

Con estas consideraciones creo que podremos hacer la meditación de la muerte de una manera muy poco trágica, pero creo que muy eficaz al mismo tiempo. Si quieren que la meditación surta todo su efecto, imagínense el momento de la muerte, que a todos nos ha de llegar, y piensen cómo verán entonces todas estas cosas, y cómo les dolerá haber vivido cautivos de la vanidad y de los engaños de la vida presente, y cómo querrían entonces, en aquel momento, que es el de la verdad, haber vivido de veras para Dios y haber tenido el corazón puesto en Dios. Piensen en la muerte del hombre que tiene su corazón puesto en las cosas de este mundo, que es una muerte amarga, dolorosa, desconfiada, ciega, y en la muerte del hombre que tiene su corazón puesto en Dios, que debe ser una muerte llena de luz, de esperanza y de amor, y prepárense a morir como deben morir los cristianos, con una muerte aceptada con espíritu de fe, de esperanza en el Señor, de amor de Dios, invadida totalmente por la luz eterna que empieza a brillar para quienes mueren así.

Esa es la muerte de los santos y ésa es la muerte que hemos de procurar. Y procurarla quiere decir que hemos de trabajar por vivir de modo que, cuando llegue la hora de la muerte, nos encontremos en esa disposición. No seamos como quien ha hecho su nido en las cosas de este mundo, y encuentra que se le desbarata, sino como quien ha hecho su nido en las cosas eternas, y ve que ha llegado el momento de descansar en ese nido, o sea, en el regazo del Señor.

 

Ø Ø Ø Ø Ø Ø Ø Ø Ø Ø Ø Ø Ø Ø Ø Ø Ø

VOLVER