Mateo, en el capítulo 6 de su Evangelio, escribe lo que el Señor les enseñó para orar: El Padrenuestro.
Tomando información de las Lecciones Sacras del P. Alfonso Torres, vamos a comentar el Padrenuestro.
En la vida del cristiano se presentan muchas vicisitudes, diversas y opuestas. Una veces nos abatirá la postración y desánimo; otras nos reanimará una ráfaga de aliento y confianza; en otras ocasiones agostará nuestra alma la tristeza; en otras la hará florecer la alegría; tendremos momentos de duda y temor y momentos de luz y seguridad, y así mil vaivenes y contrastes irán tejiendo la tela sutil de nuestra vida interior. Pues bien, cuidemos de repetir en todas esas circunstancias la oración del Padrenuestro, y observaremos, sin el menor esfuerzo, que en él encontraremos lo que en aquel momento necesitemos. Nos hablará siempre el lenguaje que conviene a nuestra alma.
¿Tenemos conciencia clara de lo que significa el Padrenuestro en la vida de oración? El Padrenuestro es la más perfecta oración, centro inigualable de la vida de oración. El Padrenuestro es como alas del alma para subir a alturas que parecen inaccesibles a nuestra flaqueza. Cada palabra del Padrenuestro tiene sublimidades divinas. Tomemos una cualquiera para nuestras meditaciones y lo veremos. Si Dios nos descubre los misterios de su amor, por profundos que sean, busquemos después en el Padrenuestro y los encontraremos.
PADRE NUESTRO:
Como notaba Santa Teresa, con su habitual buen sentido, sería un desatino que fuéramos a hablar con Dios sin darnos cuenta antes de que vamos a hablar con Él. Las primeras palabras del Padrenuestro levantan nuestro corazón a Dios con afecto filial y con humilde reverencia, trayéndonos al pensamiento que Dios es nuestro Padre y que reina con infinita majestad en los cielos.
Nosotros tenemos un corazón que sabe amar: amará el bien o el mal. Amará ordenada o desordenadamente; pero sabe amar. Entre los amores que puede sentir nuestro corazón hay uno que llamamos filial. El amor filial tiene caracteres que lo distinguen de todo otro amor, y ninguno de nosotros lo confundiría con el amor de un amigo o con el de un bienhechor. El amor de los padres parece que forma en nosotros esfera aparte. Si analizamos todos los elementos de ese amor y las derivaciones que tiene, y luego queremos condensar todo ese mundo de sentimientos en una palabra, nos valemos de la palabra "piedad". Piedad significa de un modo muy condensado el conjunto de relaciones sentimentales que hay entre el corazón de un hijo y el corazón de un padre.
Ahora bien, como hay una piedad para con los padres, también la hay, y con más razón, para con Dios. La piedad para con Dios no es algo cabalístico y como completamente heterogéneo, si se la compara con la piedad que sentimos hacia nuestros padres, sino que tiene íntimas analogías con ella. Sabemos por la Revelación que somos hijos de Dios, y apoyándonos en esta verdad, transportamos a Dios del modo conveniente, con las salvedades necesarias, todo este conjunto de afectos que hacia nuestros padres llevamos en el corazón, y así, de la piedad humana, nos elevamos al conocimiento de la divina. En rigo, la piedad para con Dios es el modelo, es el tipo que imita la piedad para con los padres, y esta última la conocemos mejor y con más profundidad a la luz de la primera. Este sentimiento de la piedad es tan admirable que, cuando entra en un corazón, se puede decir que, por consecuencia, entra en él la plenitud de la vida religiosa. Un corazón lleno de sentimientos filiales para con su Padre Celestial es un corazón profundamente religioso.
Jesús, que solía comenzar sus oraciones invocando el nombre de su Padre, quiere que en las nuestras hagamos lo mismo, para que el sentimiento de nuestra piedad sea el alma de nuestra oración; quiere que hablemos con Dios como hijos con su padre. Debenos ir a Dios con corazón de hijos que se sienten amados íntimamente por su Padre, y le aman con todo el fuego de que son capaces, ofreciéndole los sentimientos más puros y más santos, como incienso sagrado de su piedad.
La primera palabra del Padrenuestro, con el sentido profundo que acabamos de ver, es, sin duda, fuente de inefables consolaciones; pero es algo más. Es responsabilidad grave, pues nosotros habíamos de tener espanto en llamarnos hijos de Dios si nuestra vida no honra a nuestro Padre Celestial. ¿Qué amor de hijos pondríamos en nuestras palabras si, llamando a Dios Padre con los labios, mancilláramos su gloria con nuestras obras o con los sentimientos de nuestro corazón? Mereceríamos que Dios nos repitiera aquellas palabras suyas: "Si soy vuestro Padre, ¿dónde está la honra que me corresponde? (Mal. 1,6).
Cuando un hijo ruega a su padre, cuenta siempre con su amor y con que ese amor es el más verdadero que hay en la tierra. Pues esto que pensamos de los padres carnales no es más que la sombra de la realidad que tenemos en nuestro Padre Celestial. El amor de nuestro Padre que está en los cielos no se desmiente nunca y llega a condescendencias y misericordias incomprensibles.
QUE ESTÁS EN LOS CIELOS:
Comencemos diciendo algo acerca de la presencia de Dios en las cosas creadas, que es indispensable si queremos profundizar en las palabras que estás en los cielos. En nuestro lenguaje ordinario, cuando hablamos de dos cosas, la una de las cuales está presente a la otra, hablamos, por lo común, de cosas materiales. Nuestros sentidos no perciben sino cosas que tienen dimensiones, y de ahí tomamos las fórmulas para hablar de la presencia de una cosa en otra. Cuando no hay distancia entre dos cosas -notad bien que estamos empleando el término distancia, que pertenece a la cantidad y a las dimensiones-, decimos que la una está presente a la otra.
Pero además de este orden material, existe otro espiritual, donde no podemos emplear los términos de la cantidad y las dimensiones en sentido propio, por lo mismo que ese orden transciende lo material. Si a nosotros se nos preguntara qué dimensiones tiene un alma, qué extensión tiene un alma, en el sentido propio de la palabra, no podríamos dar más respuesta verdadera que ésta: el alma no tiene dimensiones, no tiene cantidad, es algo que pertenece a un mundo superior a las dimensiones y a la cantidad.
Suponed, para que estas ideas lleguen a ser un poco más vivas, que Dios, en vez de crear un mundo material, y al lado de este mundo material otro mundo espiritual, no hubiera creado la materia y hubiera creado sólo un mundo espiritual. En este mundo no se podría hablar ni de distancias ni de aproximaciones, fundadas en la extensión; no se podría hablar de dimensiones, ni de cantidad, ni de figura, porque todo eso pertenece al mundo corpóreo y no al mundo espiritual. Pues en este sentido decimos que, cuando hablamos de presencia, no hemos de considerarlo todo a través de esas nociones de cantidad, de extensión de dimensiones, de figura, que son propias de las cosas materiales, sino que hemos de pensar que hay otro mundo espiritual, el cual también da ocasión de esas relaciones de presencia de unas cosas en las otras, pero de un modo muy distinto.
Habiendo, de hecho, dos órdenes de seres: un orden de seres que llamamos materiales y otro orden de seres que llamamos espirituales, podemos seguir adelante y preguntarnos: ¿cómo están presentes los seres espirituales en los materiales? Es evidente que no pueden estar presentes como está un ser material en otro material; por ejemplo, como está el agua presente en un vaso, porque para eso haría falta que los seres espirituales tuvieran dimensiones y que esas dimensiones estuvieran contenidas en las dimensiones de los seres materiales. No se puede hablar , pues, en ese sentido.
Hay que buscar otro modo de presencia; no el modo de presencia que consiste en llenar un espacio con unas dimensiones determinadas, sino otro. Ese otro modo de presencia puede ser: por la acción del ser espiritual en el ser material -puesto que es evidente que, cuando un ser espiritual obra en un ser material, allí esta él presente, sobre todo si en ese ser la acción y la sustancia son una misma cosa-, o quizá por alguna entidad de esas que estudia la metafísica, que establece esa relación de presencia entre el ser espiritual y el ser material; pero como quiera que sea, no podemos hablar de una relación idéntica a la que existe entre dos cosas puramente materiales.
San Agustín, para dar a entender que todos los seres están en Dios, que en Él viven, que en Él se mueven y en Él están, pone el ejemplo de la esponja que está embebida en agua.
Si recordamos estas ideas, que tal vez parezcan algo extrañas, es simplemente para llegar a esta conclusión: En virtud de todos estos principios que se acaban de apuntar, sabemos que Dios está presente en todos los seres. Y al saber que Dios está presente en todos los seres y atisbar de algún modo cómo está presente, nos preguntamos: ¿Por qué razón en el Padrenuestro no se dice así: "Padre nuestro que estás en todas partes y en todos los seres", sino que se dice particularmente: "Padre nuestro que estás en los cielso"?
Ciertamente, mientras vivimos aquí en la tierra, tenemos la presencia de Dios, tenemos a Dios muy cerca, tan cerca que es más íntimo a nosotros que nosotros mismos; somos templos vivos de Dios, mientras vivimos en gracia, y no tenemos más que volver los ojos hacia dentro, hacia el fondo de nuestra alma, para encontrar allí a Dios.
Pero todavía eso no significa que se hayan acabado para nosotros las miserias de este mundo, como se han de acabar en el cielo; no significa que hayan pasado para nosotros los peligros de este mundo, como si estuviéramos en el cielo. Y, por eso, cuando levantamos el pensamiento a Dios, de una parte sentimos que su Majestad Divina habita en nosotros; y de otra parte, nos dolemos como el desterrado de que aún estamos lejos de nuestro Dios. Y estos sentimientos complejos de presencia y de ausencia donde anda nuestro corazón son los que expresan las almas santas al repetir: Padre nuestro que estás en los cielos.
Sí; mi Dios que mora en el cielo, el Dios de infinita Majestad, es el que se digna convertir mi corazón en templo suyo; pero todavía estoy en esta tierra miserable y todavía estoy ausente de Él. Y, por eso, si gozo teniéndolo en mi corazón, clamo y suspiro, para que se me muestre Dios cara a cara.
SANTIFICADO SEA TU NOMBRE:
Santo Tomás de Aquino, después de decir que la oración dominical es perfectísima y probarlo con unas palabras de San Agustín, en que este santo Doctor enseña que, si oramos recta y conveniente, no podemos decir otra cosa sino lo que en el Padrenuestro se contiene, desarrola su afirmación haciendo ver que en esta divina oración no sólo se piden todas las cosas que rectamente podemos desear, sino que se piden con el orden que deben pedirse. Si amamos sinceramente a Dios, la primera solicitud de nuestro corazón ha de ser desear su gloria.
Al pedir a nuestro Padre celestial que su nombre sea santificado, nos recordamos a nosotros mismos la obligación que tenemos de santificarlo con toda nuestra vida, y como flacos y necesitados suplicamos humildemente la gracia divina para cumplir con fidelidad tan dulce obligación.
Esta primera petición del Padrenuestro tiene una grandiosa transcendencia. La podemos ver con los ojos de San Pablo:
Cuando Ananías recibió de Dios la misión de ir a buscar a Saulo en casa de Judas, como titubeara pensando que Saulo era un perseguidor de la Iglesia, oyó del Señor estas palabras: "Ve a encontrarle..., que ese mismo es ya un instrumento elegido por mí para llevar mi nombre delante de todas la naciones..." (Hch. 9,15). Esta fue la misión divina del Apóstol; este es el orígen de su gingantesca lobor apostólica. Llevar el nombre de Dios hasta los confines de la tierra, santificándolo y haciéndolo santificar con celo heroico y fecundo, fue la misión divina y el afán insaciable de San Pablo.
Cuando contemplaba el desenlace final de la Redención, preparado por las condescendencias infinitas, las humillaciones y dolores y muerte de Jesucristo, lo veía como un doblarse toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos al nombre divino del Redentor.
Pedimos que el nombre de Dios sea santificado siempre y en todas partes, sin que se pongan límites a esta santificación ni en el tiempo ni en el espacio. Deseamos, con deseos insaciables que el santo nombre de Dios brille con toda su gloria en el cielo y en la tierra, en el tiempo y en la eternidad.
La más excelsa santificación del nombre de Dios es la cruz, en todas sus manifestaciones, desde el martirio hasta los diminutos sacrificios de cada hora y cada instante. Así ha santificado la Iglesia el nombre de Dios en el curso de los siglos. Legiones de mártires, legiones de almas enamoradas de la cruz han seguido con fervoroso anhelo las sendas del Calvario, hasta transformarse en Cristo crucificado.
Jesús, cuando nos mandó decir la primera petición del Padrenuestro, deseaba que la repitiéramos del modo más fervoroso y perfecto. Él puede poner en nuestro corazón los sentimientos que llevaba en el suyo; desea ponerlos y los pondrá si se lo pedimos con sincera voluntad de alcanzarlo. Pidámoselo hasta que lo alcancemos. Así santificaremos el nombre de Dios, en el tiempo y en la eternidad, como Él desea que le santifiquemos para bien nuestro y gloria de su Padre celestial.
VENGA TU REINO:
¿Qué es el Reino de Dios? Si lo miramos a través de los libros santos, que es como deben mirarse las palabras de Jesucristo, encontraremos enseguida que ese Reino es lo contrario, lo antagónico de otros muchos reinos que pueden establecerse entre los hombres.
Quien más profundamente y con más fuego de amor habla de este antagonismo es el Apóstol San Pablo, que en la Epístola a los Romanos ha desarrollado ampliamente este tema, mostrándonos cómo Jesucristo ha establecido su propio Reino sobre la ruina de otros reinos antagónicos.
El Apóstol San Pablo, en esa Epístola a los Romanos -quizá la más honda de todas las suyas-, se complace en enumerar y describir el reino del pecado, el de la muerte y el de la carne, para mostrar cómo Cristo Nuestro Señor los venció y destruyó, estableciendo su propio Reino. En otros pasajes de sus cartas contrapone el Reino de la luz al reino de las tinieblas. Estos contrastes nos dan idea del Reino de Dios. Es lo contrario al reino del pecado, de la muerte, de la carne, de la sabiduría mundana y de las tinieblas; por consiguiente , es el Reino de la luz, de la sabiduría divina, del espíritu de la vida y de la santidad.
La transformación que el Reino de Dios trajo a al tierra, no se ha revelado de una vez, como relámpago instantáneo, sino que lenta y gradualmente se ha ido manifestando en la historia a través de las Sagradas Escrituras. Como germen arrojado en el seno de la humanidad, ha ido desarrollándose hasta la prenitud del Evangelio. Dios fue seleccionando entre los hombres a los que habían de preparar su Reino, y gradualmente les fue iluminando para que lo conocieran, y, conociéndolo, lo vivieran, y, viviéndolo, lo propagaran y dilataran, hasta que llegó el día de los tiempos evangélicos.
Jesucristo Nuestro Señor nos descubrió el misterio del Reino en todas sus formas divinas, y empleó su vida entera en sembrar la semilla del Reino, fecundándola, al morir, con su sangre. Establecer el Reino de Dios entre los hombres fue la misión que trajo a la tierra el Verbo divino.
Venga tu Reino, es pedir a Dios que ese abismo de misericordias suyas que se nos descubre en la Revelación, las riquezas infinitas que Jesucristo nos trajo, llenen los corazones humanos y toda la redondez de la tierra. Que reine Dios de lleno en todo, realizando sin obstáculos sus designios divinos.
El reinado del Corazón de Jesús es la gran devoción de estos tiempos, es la exprersión que ha tomado ahora el Reino de Dios, y nosotros, al comentar la petición Venga tu Reino, debemos acordarnos de ese Corazón Divino y pidarle que definitivamente reine aquí en la tierra. Aunque por nuestro deseo, y con la mejor buena fe, digamos que el Corazón de Jesús reina entre nosotros, y aunque en cierto sentido sea verdad, en realidad falta mucho para que Cristo reine en el mundo. Decídme: ¿Están sometidas las almas todas de nuestros hermanos al imperio de Jesucristo? ¿Se aceptan como normas de la vida privada y de la pública las enseñanzas de Jesucristo? ¿Nos hemos resuelto a que en nuestro corazón no haya otros sentimientos que los del Corazón de Jesucristo, a que el Evangelio rija la vida de los individuos y de la naciones, a que las almas todas se sometan a la ley y acaten el cetro amoroso de Jesucristo? Si extendemos la mirada hacia las naciones, veremos muchedumbre de ellas asentadas en constituciones laicas o impías; naciones perseguidoras de la Iglesia con saña y refinamiento satánicos; pueblos minados por la inmoralidad más profunda y escandalosa, donde la familia vive de precario a merced de las pasiones más bajas, donde la educación tiene todos los estigmas del paganismo, donde la ciencia y el arte y las públicas diversiones están puestas al servicio de la incredulidad y de los vicios. Y esto sin contar los pueblos idólatras e infieles que todavía viven sin Cristo.
¡Cuán lejos estamos de que el Reino de Dios triunfe en el mundo entero, como desea Jesús, Nuestro Salvador! ¡Cómo duele, al considerar todo esto, no poder dar a la propia oración la fuerza que dieron los santos a la suya!
¡Que el Señor nos conceda la victoria! ¡Que Él reine en nosotros aquí en la tierra, para que luego reinemos con Él en el Cielo!
HÁGASE TU VOLUNTAD ASÍ EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO:
Para facilitar la explicación vamos a hacer algunas indicaciones acerca de la voluntad divina.
Es evidente que la voluntad de Dios se identifica con su naturaleza; no hay, como en nosotros, una naturaleza y algo sobreañadido que se llama voluntad, sino que, en Dios, voluntad y naturaleza son una misma cosa.
Nosotros para conocer a Dios con la lumbre de la razón, nos valemos de las huellas de Dios en las criaturas; y acumulando y purificando las perfecciones que hay en las criaturas, suprimiendo los defectos que son inherentes a ellas, llegamos a un conocimiento análogo de Dios, su Criador. Siempre esto es difícil, tan difícil que cuando los santos querían ponderar esa dificultad, decían que más bien sabemos de Dios lo que no es, que lo que es; porque nuestros conceptos acerca de Dios son tan imperfectos que sólo como muy de lejos nos dan noticia de las divinas perfecciones.
Nosotros hablamos mucho de conformarnos con la voluntad de Dios; Dios manda, Dios aconseja, Dios exhorta, Dios prohibe, y nosotros nos acomodamos a esa prohibición, a esa exhortación, a ese consejo, a ese mandato de Dios. Pero hemos de advertir que hay dos maneras de acomodarse a la voluntad de Dios: Una manera es queriendo el mismo objeto que Dios quiere; y otra manera es aceptando, como regla de nuestra propia voluntad, la voluntad divina. Parece que estas dos cosas son lo mismo, y, sin embargo, con un ejemplo quizá podamos entender cuán diferentes son. Supongamos que un superior, al mandar a su empleado, le manda algo que no es pecado, pero que no es conforme a la voluntad de Dios; porque puede darse este caso, que el superior mande algo que, sin ser pecado, Dios no querría que mandase. ¿En qué situación se encuentra entonces el empleado? Si quiere cumplir la voluntad divina, ha de aceptar ese mandato del superior y ha de tomarlo como norma de su conducta; pero, mientras por un lado hace la voluntad divina, pues toma como regla de la propia la del superior, por otro quiere algo que, objetivamente, Dios no querría que el superior hubiera mandado ni que el empleado tuviera que hacer para observar la obediencia.
Otro ejemplo completará esta doctrina. Manda Dios a Abraham que sacrifique a su hijo Isaac, y no quería Dios absolutamente que Abraham sacrificase a su hijo. La prueba de que no lo quería es que impidó el sacrificio. Pero quería Dios que Abraham se conformarse con la voluntad divina y la aceptó como norma aunque Dios después no permitió que el objeto de su voluntad se realizase.
En esta petición del Padrenuestro lo primero que encontramos es que en el Cielo se hace de tal manera la voluntad de Dios, que puede y debe servir de modelo a los que moramos en la tierra. ¿Cómo se hace la voluntad de Dios en los cielos? Rastreando la vida de los cielos -pues nosotros no podemos hacer otra cosa que rastrearla-, entendemos lo suficiente para poder afirmar tres cosas. La primera es que en el Cielo se hace la voluntad divina de tal modo que jamás se ofende ni se puede ofender a Dios. La voluntad de la criatura está en el Cielo de tal modo sujeta a la voluntad divina, que jamás se cometerá allí ni podrá cometerse pecado. (Los ángeles caídos, cuando pecaron no habían alcanzado la visión de Dios y eterna bienaventuranza; por tanto no poseían el cielo de que trata el Padrenuestro. Si lo hubieran poseído, no hubieran podido pecar).
Segunda afirmación. En el cielo se hace la voluntad de Dios no al modo rastrero con que la hacemos a veces en la tierra, contentándonos con evitar aquello que es ofensa de Dios. Ni un ápice, ni un átomo de su voluntad santísima se pierde allí. La voluntad de los bienaventurados, como transformados en la de Dios, se une, se identifica con ella de tal suerte, que cuanto Él quiere y como Él lo quiere se realiza puntualmente.
Tercera afirmación. Aquí en la tierra, para hacer la voluntad de Dios, tenemos que luchar con nosotros mismos, ora venciendo las tentaciones del pecado, ora las que nos alejan de la perfección o nos detienen en la senda que a ella conduce. Esta lucha se irá amortiguando a medida que el hombre salga más de sí mismo y alcance un amor de Dios más perfecto; pero algo de lucha suele quedar siempre, pues morir del todo a nosotros mismos y tener en nuestra mano y a nuestra voluntad todas las pasiones, ¿quién lo consigue? El absoluto dominio de las pasiones que tenía Cristo Jesús, y que Él otorgó a su Madre Santísima, ¿quién lo alcanza? ¿Donde están las almas en que alguna vez no se oiga rumor de cambate entre la voluntad de Dios y la voluntad propia?
En el Cielo no es así. En el Cielo, la voluntad de Dios se cumple sin contradicción y sin lucha. La criatura se siente dichosa en cumplir la voluntad divina; pone su felicidad en acomodarse a los deseos de Dios, sean los que sean.
A la luz de lo dicho, se ve con facilidad el alcance que tienen las palabras: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. ¿Qué pedimos a Dios? Pedimos que su voluntad santísima, ora imponga un precepto, ora aconseje, ora mueve de cualquier otro modo la nuestra, se cumpla siempre con rendimiento, generosidad y amor, Se cumpla, en primer término, porque los hombres guardemos los mandamiento divinos con fidelidad; se cumpla, además, porque nos dejemos gobernar suavemente por el querer de Dios, aún en lo que no es un mandamiento expreso, hasta que nuestra voluntad esté perfectamente unida a la divina.
Cuando Dios manifiesta su voluntad, no la manifiesta para dejar al hombre inerme en medio de sus enemigos, sin que pueda defenderse de ellos y alcanzar victoria, sino que juntamente pone en esa voluntad suya el tesoro de su gracia, y así, el hombre que acepta la voluntad del Señor tiene tal fortaleza que si él libremente no se entrega a los enemigos, suya es la victoria.
Viéndonos a nosotros mismos tan lejos de nuestro ideal divino, y viendo tan lejos a los demás, ¿cómo no repetir incesantemente: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo?
EL PAN NUESTRO COTIDIANO DANOSLE HOY:
La palabra griega empleada en esta frase, en el original, y que nosotros la traducimos como "cotidiano", se usaba en el lenguaje corriente para significar "el sustento diario".
Comencemos diciendo que la palabra pan tiene un sentido muy bíblico. En las Escrituras se emplea como sinónimo del sustento corporal. Todo lo que sirve para el sustento corporal se expresa a veces de modo genérico con la palabra pan. El pan cotidiano es el sustento cotidiano y lo pedimos en el Padrenuestro para el día de hoy. ¿Por qué no para siempre o, al menos, para mañana?.
En el Sermón de la Montaña se nos recomienda que no andemos solícitos por la comida o por el vestido, sino que, llenos de confianza, vivamos pendientes de nuestro Padre celestial, que conoce nuestras necesidades. Para que nuestra oración estuviera llena de este espíritu, Jesucristo, nuestro divino Maestro, nos enseñó a pedir de modo que no hubiera en nuestra oración solicitud desordenada por las cosas temporales, limitando nuestras peticiones al momento presente y dejando el mañana en las manos de Dios. Decía San Pablo a su discípulo Timoteo: "Teniendo qué comer y con qué cubrirnos, eso nos baste. Al contrario, los que se quieren enriquecer, caen en tentación y lazo del diablo y en muchas codicias insensatas y perniciosas, que sumen a los hombres en ruina y perdición (1 Tim. 6,8-9).
Y no dudemos que esta cuarta petición del Padrenuestro, sin ningún género de dudas, se refiere al sustento corporal, y no al sustento espiritual, y principalmente a la Eucaristía, como algunos autores han querido interpretar. La Tradición eclesiástica claramente lo expresa como sustento corporal. Si hubiera querido Nuestro Señor Jesucristo hablarnos aquí del sustento espiritual, ciertamente no nos hubiera mandado pedirlo con las palabras, dánosle hoy, sino más bien con estas otras, dánosle siempre, pues cuando pedimos el sustento espiritual del alma, cuando pedimos los bienes espirituales, ¿nos contentamos con pedir los bienes espirituales necesarios sólo para el momento presente, o tenemos la obligación de preocuparnos del porvenir y pedir al Señor lo que hemos de necesitar en toda nuestra vida?, pues de ello depende la salvación del alma.
Observemos que no pedimos el pan mío de cada día sino el pan nuestro de cada día. Esta forma plural la tiene el Padrenuestro desde el principio. Cuando hacemos esta petición, no podemos prescindir de recordar la miseria en que se encuentran muchos de nuestros hermanos; y al pedir a Dios hemos de pedir no solamente las cosas espirituales, sino que, teniendo entrañas de caridad, nos hemos de conmover por las miserias temporales de los que se llaman hermanos nuestros y hemos de pedir para ellos el pedazo de pan que cada día necesiten.
Cuando repitamos esta cuarta petición del Padrenuestro, repitámosla, sí, conforme al espíritu con que se escribió, con aquel abandono en las manos de Dios, con aquella confianza en la Providencia divina, con aquella piedad filial del que tiende la mano para recibir de Dios el sustento de cada día. Dios, en su grandeza infinita, oirá nuestra petición y nos otorgará el pan cotidiano que pedimos para nosotros y para nuestros hermanos, como obligado viático de nuestro penoso camino hacia el Cielo.
Y PERDÓNANOS NUESTRAS OFENSAS:
Estas palabras deben ir unidas y comentadas con:
COMO TAMBIÉN NOSOTROS PERDONAMOS A LOS QUE NOS OFENDEN:
Porque si perdonáis a los hombres los yerros (ofensas) de ellos, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tamposo vuestro Padre os perdonará a vosotros los yerros (ofensas) vuestros.
En el ejercicio de la Caridad a que se alude en esta petición del Padrenuestro, puede llegar el hombre, según San Gregorio Niseno, a imitar a Dios de la manera más perfecta.
Esta petición, como se advierte a primera vista, tiene dos parte: la primera se refiere al perdón que esperamos recibir de la misericordia divina, y la segunda al perdón que otorgamos aquellos nuestros hermanos que nos han ofendido. Quizá lo más importante de estas palabras de Jesucristo, que repetimos todos los días, se encuentre en la relación de una parte con otra. Vamos a explicar, por orden, el contenido de esta petición y el lazo que une las dos partes a que hemos aludido.
En el Evangelio de San Lucas, la palabra deudas (ofensas), es sustituída por la palabra pecados. Se trata de la ofensa que contrae el hombre con Dios Nuestro Señor siempre que ha quebrantado una ley divina; se trata, en una palabra, de nuestros pecados. Convendría, sin embargo, no dar a esta palabra pecados un sentido restringido. Nosotros solemos distinguir muy bien entre pecados y penas de los pecados. Parece que cuando se pide a Dios el perdón de los pecados, no entran para nada las penas que por los pecados se han merecido. Pecados aquí significa la culpa y la pena que por la culpa se debe. Cuando el hombre, pues, le pide a Dios verse libre de los pecados, debe desear que de tal manera se borren estos de su alma, que hasta la última huella de ellos desaparezca; y como es huella del pecado, no sólo el reato de la culpa que queda en nuestra alma, sino también el reato de la pena que contraemos pecando, todo eso debemos desear que desaparezca, y pedimos al Señor que lo extirpe completamente.
El alma que sabe mirar continuamente los pecados con que ha ofendido a Dios, el alma que sabe, en esa mirada dirigida a los pecados, encontrar una fuente de gratitud hacia la misericordia divina, una fuente de penitencia fervorosa, es un alma que convierte el recuerdo de su pecado en medio de santificación y que aleja de sí muchísimos peligros. Esa alma, unida a Dios, sabrá resistir la tentación.
El contenido de la segunda parte de la petición es muy claro. Hablamos aquí de perdonar a nuestros hermanos las faltas que hayan cometido contra nosotros, y hablamos de perdonar con un perdón que sea imagen de aquel con que Dios nos perdona; hablamos de un perdón que no es superficial, sino profundo; que no consiste puramente en palabras, sino que brota del corazón; que no es ficticio, sino sincero; que no es parcial, sino completo; que no deja resquemores, amarguras e inquietudes en el corazón, sino que restablece por completo la paz entre ofensor y ofendido.
La relación que hay entre nuestro perdón y el perdón de Dios, es doble: positiva la una y negativa la otra. La positiva se enuncia así en el Evangelio. "Si perdonareis a los hombres las ofensas de ellos, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial." Y la negativa, de este modo: "Si no perdonareis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará a vosotros las ofensas vuestras" (Mt. 6, 14-15). Se explica muy bien que, si nosotros no perdonáremos, Dios no nos perdone. ¿Cómo nos va a perdonar Dios si nos estamos obstinando en nuestra culpa? ¿No es obstinarse en la culpa conservar odio en el corazón para aquellos que nos han hecho algún mal? Más aún: ¿No es esto faltar a lo más fundamental del Evangelio e ir contra el precepto de la caridad, que Nuestro Señor consideraba como distintivo de los suyos? Pues si el hombre no perdona se obstina en su pecado, ¿cómo va a alcanzar -repito- el perdón de Dios Nuestro Señor? Para alcanzar el perdón hace falta que el corazón se cambie, hace falta que reine en el alma el arrepentimiento, y ¿cómo va a reinar mientras permanezcamos obstinados en nuestros odios? Las almas que abrigan odios, no pueden estar tranquilas en conciencia.
Al pedir que Dios nos perdone como perdonamos, si realmente no hemos perdonado, pedimos que Dios no nos perdone.
Es verdad que, en algún caso, el sentir amargura será más bien una tentación que un pecado; pero en el momento que haya ahí algo de libertad, en el momento en que voluntariamente aceptemos y conservemos esa amargura, no podemos estar tranquilos en conciencia, y al repetir esta petición del Padrenuestro, sin perdonar, es gravísima irreverencia contra Dios. En cambio si la repetimos con el corazón lleno de caridad, nuestro perdón generoso lleva consigo el perdón divino que necesitamos.
Unamos, pues, las dos partes que encierra la petición. Pidamos a Dios perdón, sin cansarnos nunca, por todas las faltas cometidas, que siempre esa petición es necesaria; pero pongamos en esa petición el perdón que otorgamos nosotros, porque esto será hacer fuerza a Dios para que nos conceda su misericordia en el tiempo y en la eternidad.
Y NO NOS DEJES CAER EN LA TENTACIÓN:
La sexta petición del Padrenuestro, se refiere a uno de los más graves y más universales problemas que hay en la vida cristiana. Todos tropezamos en el camino con tentaciones, y quien sabe proceder bien en tiempo de tentación, se santifica; mientras que, en cambio, el que no sabe proceder bien, en la tentación encuentra su ruina.
La tentación ofrece dos aspectos: de un lado, es un peligro, y de otro, una misericordia. Que es un peligro nos lo dice la naturaleza misma de la tentación y la triste experiencia que todos tenemos de los males a que nos ha arrastrado. Que es una misericordia, lo podemos ver si consideramos que es una ocasión de grandes bienes. En medio de las tentaciones se fortalecen las almas santas y adquieren las más sólidas virtudes.
Estas dos maneras de hablar de la tentación se encuentran en las Sagradas Escrituras. A veces se presenta la tentación como un peligro y se nos avisa que huyamos de ella; a veces, en cambio, se nos exhorta a prepararnos para el combate, puestos los ojos en los bienes que de la tentación podemos sacar.
Podemos decir que, realmente, somos libres, pero nuestra libertad no es tan absoluta ni tan completa que nos sea igualmente fácil practicar la virtud y seguir las sendas del vicio. Para practicar el mal no tenemos otra cosa que hacer sino dejarnos llevar de nuestras pasiones. Y para practicar la virtud tenemos que ir contra ellas, combatiendo duramente. Gemimos bajo el cuerpo de pecado, como diría el Apóstol, y pasamos por momentos de verdadera agonía. La gracia de Dios, que buscamos con oraciones perseverantes, humildes y confiadas, es la que nos da la victoria.
Algunos ven la tentación como una fatalidad inevitable, desconfían de vencer, se abaten y prácticamente proceden como si la lucha contra la tentación fuera imposible o inútil. Quieren que Dios sólo les dé la victoria, sin cooperar como deben con la gracia divina.
Ni la suficiencia altanera ni la pasividad pesimista dan el verdadero sentido de la petición que comentamos, sino la humilde confianza. Este es el espíritu de la petición. Sintiéndonos flacos para luchar y sabiendo que Dios conforta a los débiles, acudimos suplicantes a Él para que nos ayude en nuestra lucha contra el tentador (Diablo, Satanás). Pensemos que la misma oración es ya lucha.
¿Cuál es la actitud de un verdadero cristiano en presencia de la tentación? Si es humilde, como debe serlo, el primer sentimiento que experimentará en su corazón será el temor a la tentación misma; querrá huir de ella, apartarla, porque sabe que es un peligro y conoce la propia fragilidad. Por eso suele comenzar pidiendo a Dios que aleje la tentación, si esa es su voluntad divina. Movido por ese temor a la tentación, pide a Dios no sucumbir en la lucha entablada, porque sabe que sin el auxilio de Dios no podrá vencer.
Todo esto va implícito en nuestras súplicas cuando pedimos a Dios que no nos deje caer en la tentación. Dios nos librará de caer, unas veces alejando la tentación y otras dándonos fortaleza para perseverar y vencer.
Cuando la tentación nos asalte, cuando sintamos rugir el odio de nuestros enemigos o la furia de nuestras pasiones, procuremos apartar los oídos interiores de esos rugidos amedrentadores, apliquémoslos al Corazón de Cristo que entonces palpita con más solicitud amorosa por nuestro bien, y así cobraremos confianza y fortaleza.
MAS LÍBRANOS DEL MAL:
El primer sentimiento que debe haber en un corazón cristiano cuando repite: "Mas líbranos del mal", es un sentimiento de gran confianza en Dios; es lo mismo que llamar a Dios para que nos proteja siempre, para que nos proteja en todas las cosas, para que tenga una providencia asidua, constante, amorosísima sobre nosotros; y esto no se puede hacer rectamente si no es con el corazón lleno de confianza, y con una fe muy viva.
Esa palabra supone gran abandono en las manos de Dios, porque al decir: líbranos del mal, no queremos decir líbranos de todo aquello que nosotros llamamos mal -pues a veces llamamos así a lo que es un gran bien a los ojos de Dios-, sino más bien queremos decir que nos libre del mal, entendiendo por mal lo que Dios juzga por mal, aunque a nosotros nos parezca no serlo; no queremos decir que nos libre de lo que nosotros llamamos mal y Él nos envía o permite como un bien.
Lo que fundamentalmente busca el alma que ora es el Reino de Dios, y en orden a ese fin distingue los bienes y los males. Todo lo que estorba la consecución del Reino de Dios es un mal, sea del orden que quiera, físico o moral. Y con esa amplitud hemos de orar nosotros cuando decimos: Mas líbranos del mal. Es evidente que los males físicos pueden ser al menos ocasión de que perdamos el Reino de Dios, y, siquiera sea en esa medida, hemos de pedir a Dios que nos libre de ellos o de las consecuencias malas que de ellos a veces se derivan.
Los males físicos, a veces, son en realida un bien. ¡Cuántas veces la enfermedad, la pobreza y la persecución son de hecho santificadoras! Llenas están las vidas de los santos de ejemplos que lo comprueban. Por eso esta frase supone un pleno abandono en las manos divinas; y así el cristiano abandonándose al juicio de Dios, a la voluntad de Dios, al amor de Dios, a la Providencia de Dios, lo mirará como una misericordia divina.
AMÉN:
Esta palabra es una palabra hebrea que ha pasado a las traducciones de la Biblia y a todas las liturgias literalmente. La verdadera interpretación de la palabra Amén, hay que pedirla, por consiguiente a la lengua hebrea. En la lengua hebrea, esta palabra se usa de tres formas: unas veces como sustantivo, y en este caso significa algo así como veracidad, fidelidad en cumplir las promesas, y otras cosas análogas; otras se emplea como adjetivo, y entonces significa lo que los términos castellanos "veraz", "fiel", "seguro", "firme" y otros análogos; y finalmente se emplea como adverbio, y significa verdaderamente, en verdad.
Buscando la idea general que se esconde en esos diversos significados, podemos decir que es la de afirmación o asentimiento. Si oímos, por ejemplo, las alabanzas divinas, que abundan en la liturgia, decimos Amén, para asentir a ellas. Si decimos Amén al final de una súplica, mostramos el deseo de que se realice lo que en la súplica se pide. Por eso traducimos el Amén hebreo con la fórmula castellana: así sea o es en verdad.
El mismo sentimiento expresamos con nuestro Amén, cuando, por ejemplo, decimos Amén después de la profesión de Fe, la ratificamos con pleno asentimiento. Igualmente ocurre en otras oraciones y en otras partes de la liturgia; cuando el sacerdotes deposita la hostia consagrada en la mano o en la boca del fiel, dice: "El Cuerpo de Cristo", y el fiel responde al recibir la hostia consagrada, Amén; y este amén equivale a decir: "Creo firmemente que éste es el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo".
********************************
Para terminar diremos del Padrenuestro que puede decirse que es como la escala misteriosa que Jesús nos ofrece para llegar al Padre. Sea el Padrenuestro nuestra escuela de oración. Es necesario meditarlo y repetirlo hasta que lleguemos a poseer todos los tesoros que encierra la vida interior. Así viviremos como verdaderos hijos de Dios ahora, cuando todavía estamos ausentes de Él, y luego, cuando tengamos la dicha de gozarlo en el Cielo.